Las enfermedades mentales son silenciosas. Te van calando en los huesos como la humedad que te va corroyendo por dentro y es capaz de generar una artrosis.
A mi madre le diagnosticaron una demencia frontotemporal hace ya seis años. Lo llevo como puedo, pero la verdad es que excepto los amigos y la familia que más cerca la vive, no se suele hablar de ella. Sólo existe aquello que verbalizas. De las tres hermanas que tiene, dos parece que lo negaran todo, quizás porque a mil kilómetros todo parece diferente (también me pasa a mí con sus problemas) y además, mi madre, por teléfono, es encantadora, brillante, divertida. Parece que su cabeza no fuera a mil por hora.
Compartir estos días con ella está siendo más duro de lo que esperaba. Quizás porque escucharla 24h al día, durante 4 días, es complicado. Su cabeza va poco a poco minando la mía y sacando lo peor de mí. Surge la rabia, esa que llevo impregnada desde que el Dr. Pinto me explicó en qué consiste su enfermedad. Nunca he estado más lúcida como en ese momento. Darte cuenta que la persona que te parió, que te cuidó, que te permitió crecer feliz, la mujer luchadora, feliz y risueña, que empujaba su vida (y la mía), a pesar de la crudeza, a pesar de los abandonos, a pesar de lo poco que la quisieron… esa mujer estaba empezando a desaparecer.
Su memoria se pierde en el pasado. Puede estar una hora explicando anécdotas de hace más de 30 años. Una y otra vez, las mismas. Como si el silencio le agobiase. Entonces, se queda mirando el mar y te dice «Este es el Mediterraneo ¿verdad?». Y duda. «No, el Cantábrico». Y vuelve a dudar: «El Mediterraneo, leches». Y entonces se pone a recitar aquello de «España limita al norte…» Le ordeno que se calle, de la peor de las maneras. Y me siento una mierda, pero es que ya no puedo más. Si hay algo que me cuesta soportar es ver cómo se deshace por dentro. Como ya no es. Cómo puede perderse en recovecos extraños y confundir historias antiguas sin recordar lo que le acabas de decir.
Ella llora. Dice que no puede abrir la boca, que todo lo que dice está mal. No se da cuenta de que en realidad no calla, no puede estar más de diez minutos en silencio, ni siquiera cuando le has pedido que por favor, no te hable por las mañanas, que de esas manías de vivir sola, me despierto antes de las seis y antes de que Maria se levante me he tomado un par de cafés que me permitan empezar el día.
Ayer me deseó que nunca tuviese una enfermedad como la suya y que mi hija no me tratase tan mal como la trato yo. Me dolió. Me dolió en lo más profundo y me planteé qué es tratarla mal. Yo me siento frágil, débil y con la sensación de que ya no puedo con todo, que a veces tengo que elegir entre mi hija o ella, o entre ella y yo, porque ya no tengo más fuerzas. Porque soy humana. Y aunque la enfermedad sea suya, esa humedad mental nos va calando a todos. Y no puedo evitar comparar en cómo los demás tratan a sus padres. Pienso en mis primas, que se preocupan con mimo de la suya desde que su padre se murió. Pienso en mis primos, que van a ver a su padre una vez cada tres semanas después de haber tenido un ictus y que siempre han discutido de la peor de las maneras con su madre. Pienso en mi primo, que vive en Canarias pero aprovecha cada puente para volver a ver a los suyos (aunque quizás este caso no cuenta, los gallegos volvemos a la tierra, que no siempre quiere decir a la familia). No sé dónde está la medida, sin juzgar. Que ni uno es lo mejor ni lo otro lo peor, y cada uno en esta vida intenta hacer lo que cree justo y lo mejor que puede. Pero no puedo evitar pensar si sería mejor verla menos, pero verla mejor, con más ganas. Quizás eso me permitiera tratarla con más cariño, escucharla con más emoción y tener la paciencia que me pide.
La echo de menos. La echo tanto de menos.