Tengo la suerte de disfrutar desde hace días de vacaciones. Sin embargo, pequeños asuntos domésticos me obligan a quedarme en «la ciudad de los zombies» hasta al menos este jueves. Yo ya hubiera huído hace días al norte, a un pueblito discreto junto al Cabo Ortegal al que cada día que pasa me siento más cercana. Supongo que cuanto más mayores nos hacemos, más cerca de nuestros ancestros nos sentimos.
Pero el calor no me deja vivir. Ando más cansada que en plena vorágine de curso. Hago uso de la premisa «una cosa al día» para acabar bajo el aire acondicionado, del sofá al sillón del ordenador y de la silla a la cama, haciendo listas para el día siguiente porque no sé si voy a ser capaz de hacer algo más ese mismo día. Me limito, como mucho, a contestar algún mail, a buscar algo por interné, a alguna llamada telefónica pendiente… Agradezco si alguien me hace la comida o recoge los platos. La plancha hace semanas (diría que meses) que ni la toco. Y muchas noches acabamos cenando fuera, a pesar que la economía no está para tirar cohetes y encima tendría que acabar con las existencias de la nevera.
Y encima, va y se muere Javier Krahe.