Después de la Navidad su espalda se partió por la mitad. La lesión medular que le produjo le impide caminar, entre otras cosas. Y la lesión degenerativa del frontotemporal le impide conseguir una mínima recuperación, como otros intentarían.
No la culpo, pero qué rabia siento. Y qué dolor. Nadie sabe el dolor que me produce mirar en sus ojos azules y no encontrarla. Ya hace tiempo que no la encuentro. Siento que una intrusa ocupó su cuerpo. Es la que le anima a repetir continuamente las cosas, hasta el punto de convertirse en la gota malaya que implosiona dentro mío y me convierte en lo peor. A nadie le deseo una enfermedad mental. Pero sobretodo es algo que ella nunca se deseó para sí misma, y repetía continuamente, ya entonces, que el destino le trajese cualquier cosa, menos perder la cabeza. Porque sabía, por profesión, cómo éstas evolucionan.
Yo escudriño en sus ojos. A veces hacen gestos que me recuerdan a la mujer que fue. No puedo evitar amarla, cómo sólo una hija puede querer a una madre. Una madre que quiso, que estuvo, que protegió (a veces incluso demasiado). Todo a su manera. ¿No somos todas las madres así, amantes a nuestra manera?. Y no sé qué hacer para evitarle dolores, para que todo sea más lento, para que no haya demasiadas infecciones, para que no haya tanto dolor emocional… Pero no sé qué voy a hacer yo con el vacío que me quedará cuando ya no esté. Porque aunque de alguna manera ya esté marchándose, voy a visitarla, le cojo la mano, la miro a los ojos, nos reímos juntas, nos lloramos juntas, me apoyo en ella en ese sillón donde permanece semi-inmóvil y hacemos como que estamos bien.