Hablar con Estrellita siempre me deja KO. Debería evitarlo. Lo sé. Pero aún hoy, de vez en cuando, tengo necesidad de sentir su voz, de reirme con él, de aguantarle algún comentario soez, de recordar juntos alguna anécdota de «aquello que vivimos» y que no supimos ponerle un nombre común.  Hoy volvía de dar una charla en Córdoba. A los CIO. He tenido que buscarlo en el Google. ¿Qué coño es un CIO?. Y me explica que compartió espacio con Leopoldo Abadía y que han tenido una charlita a la limón. Cuando me cuenta esas cosas, que sé que tiene necesidad de explicar, a mí me viene a la cabeza un niño cabezón y gordito, que creció en el barrio de la Ribera, con un padre medio alcohólico, jugador y que dio «mala vida» a su madre. Años 80, en un barrio decadente del centro de Barcelona. Y creció. Y se dedicó a cargar televisores en el puerto. Y a venderlos en un bazar de la Barceloneta, junto a un conocido restaurante con muchas puertas.  Y luego se echó una novia cuyo padre vendía extintores. Y empezó a vender extintores, puerta a puerta. Y su primer «sucundum» lo tuvo con 25 años, cuando después de recorrer toda la calle Tallers no consiguió vender ni un extintor.  Y  más tarde, trabajando de cocinero de noche, pudo pagarse un máster en ESADE, y codearse con todos esos personajes que nunca hubiera soñado, cuyo máster pagaban papás.  Ese fue él. El Yin y el Yan. Y ahora comparte charlas a la limón con un viejito que parece entrañable (pero gana 4000 euros a la hora por sus charlas)…. No puedo evitar sonreir. No puedo evitar admirarlo un poquito. Aunque me deje KO. Me gusta saber de él. Saber que existe. Que en algún lugar él pelea cada día por lo que quiere conseguir. Aunque la gran parte de lo que quiere sea básicamente dinero.

Era feliz. Era feliz como una perdiz. Aunque me hiciese llorar mucho. Me hacía sentir guapa y especial. Como todo lo que toca.

Pero ahora me queda atrás. Y yo siento que soy otra persona.

Resiliencia, resistencia y cerveza

De vez en cuando aparecen términos que se ponen de moda. Uno sabe que ya no pertenece a cierta generación cuando alcanzas la conciencia de que hay términos que no usarás «de manera natural». El otro día tuve que buscar «hipster» en el google, porque un alumno me preguntó si yo era «hipster». Cuando pude averiguar qué quería decir pude decirle tranquilamente: «no, no lo soy».
Luego están esas palabras que siempre existieron pero se ponen de moda. Hasta hace cuatro días, yo no sabía qué era un «asperger». Este año tengo cinco alumnos diagnosticados como asperger. Me pasó también con el término «resiliencia», que siempre lo había asociado a una capacidad de los materiales, algo mucho más tecnológico que se está aplicando desde la psicología algo más humano. Sin embargo, me llega este video. Y sí, me quedo con la resistencia antes que la resiliencia. Da miedo.
Menos mal que aún me queda humor para reconocer entre los compañeros a un puñado con los que hacer una cerveza después del trabajo. Estoy incorporando en este nuevo instituto una costumbre que aprendí en Madrid: esto del aperitivo. Así que no tengo ningún reparo en llegada la hora de marchar, entrar en el departamento (especialmente los jueves) y gritar «qué? una cerve?». Y acabamos en la terracita del bar de la esquina desahogando las penas entre cañas, que es algo muy sano y muy resiliente.

¿Dónde está el límite?

Estos días lo he visto como 15 veces. Sin exagerar. Y me sigue emocionando. Aunque sigo pensando que Josef Ajram es un pijo y un neoliberal sin remedio, hay que reconocerle el mérito del deportista extremo. Las imágenes son espectaculares. La música acompaña. El desierto. El calor. Ponerse al límite de la resistencia. Y las imágenes de los corredores llegando a linia de meta son realmente impresionantes. Casi que dan ganas de salir corriendo. Y ahora entiendo que se haya puesto tan de moda el running.

Pero a mí me viene el recuerdo de unos días en que estuve al límite. Mental y físico. Mental porque me vi envuelta en una separación dramática, y la persona con la que había compartido media vida (porque con 33 años, quince son media vida) me dejó tirada. Y física, porque me incrustaron un trozo de titanio en la cadera. Ese trocito que me permitió correr, subir montañas, hacer spinning, volar en parapente (y aterrizar en carrera).

Está claro que cada uno tiene sus propios límites, pero no deja de sorprenderme la actitud de Ultraman.

 

De audiciones, de pianos de cola, de música y emociones

ImagenEl pasado miércoles hice mi primera audición. Una audición (para alguien que nunca haya ido a ver una o a hacerla, como en mi caso) es un concierto en público donde además hay varios profesores (en este caso sólo dos) que hacen de jurado y te ponen una nota. Sí, es realmente terrorífico. Pero como he vuelto a retomar el piano para disfrutarlo, para desahogarme (o ahogarme entre partituras que siempre han sido un misterio para mí)… ahora de repente no me da miedo. Me da tan poco miedo, que a pesar de haber preparado dos piezas muy sencillas (aunque una fuese de Bela Bartók) toqué tranquilamente en un hermoso piano de cola que hay en el auditorio. Luego dicen que las máquinas no cuentan, pero no puedo trasmitiros la diferencia que hay entre tocar un teclado (aunque sea Yamaha y con teclas contrapesadas) o un piano vertical de estudio (sencillito) a un piano de cola, que viene a ser el Ferrari de los pianos. Y no fue tan mal, porque hoy me dice Gerard que me han puesto un ocho, que lo hice muy bien, que le gustó mucho a Gloria (Gloria era la otra profesora del tribunal), que me vio muy segura  y que es una pena que no le dedique más tiempo porque se me da bien y podría conseguir la mejor nota.

Y hoy, que me despido de Gerard, que ha sido durante dos meses el sustituto de la profesora de piano, comparte una clase magistral conmigo. «Improvisemos» me dice. Y me explica la diferencia entre la música japonesa o china y la nuestra… e tocamos a cuatro manos una música «bonita» (que sencillo parece componer cuando te lo explican bien), un juego de ding-dong-ding que parece que salga de una pagoda y una especie de pasodoble con cuatro acordes básicos y dos reglas.

Me emociona. Sin duda. Me permite evadirme, totalmente concentrada durante 40 minutos a la semana. No necesito más. Cuarenta minutos a la semana. Fíjate a lo que hemos llegado. Y me requiere tanta concentración, leer dos partituras a la vez (los tiempos, las notas, las frases, los silencios) dónde pongo cada dedo, e  interpretar y frasear (que es lo que no dice la partitura), que en esos momentos no existe trabajo, ni hija, ni madre, ni problemas económicos, ni amantes que escuecen, ni soledades. Sólo la música que sale de tus dedos, baila en la cabeza y reposa en el corazón.

Quand tu danses

«J’ai fait la liste de ce qu’on ne sera plus
Quand tu danses, quand tu danses
Mais que deviennent les amoureux perdus
Quand tu danses, y songe-tu ?»

La France. Bendita Francia. Nunca entendí su chauvinismo hasta que la viví. ¿Cómo no enamorarte de un país donde te hablan como si te cantasen al oído?. Igualico que el alemán, tú. Y me quedo con el sur. Las playas infinitas de la Camargue. Las casas desconchadas del barrio de la Roquette en Arles. Las lavandas de la Provenza, la ciudad amurallada de Aigues-Mortes, los canales de le Grau du Roi. Echo de menos aquellos veranos de calor en Arles. La ciudad del amor.