Los amigos que se van

Llevo meses queriendo escribir sobre él. Él, que se nos fue en Marzo. Pero no puedo. No hay momento en que no piense que le perdí la pista un día y tenía que haberme esforzado por no perderlo del todo. Garragá era luz en mi vida. Era el montañero que me empujaba a subir montañas cuando yo me ponía pesada y preguntaba como una niña pequeña «¿y cuánto falta?», y él, que ya llevaba una mochila enorme, se ponía la mía delante y seguía caminando, y tiraba de mí, como el amigo que quiere compartir contigo todos los picos del mundo. Era el matemático que me empujaba a seguir estudiando cuando yo me levantaba de aquellas mesas enormes en la facultad de Medicina y le decía, «me voy, que lo dejo» y entonces él me pasaba un problema, con infinita paciencia y me decía: «venga ya, que el examen es mañana, si ya estás aquí. Mírate este problema». Y yo, que le hacía siempre caso, me sentaba otra vez, me ponía a mirar el problema, tenía la suerte que caía al día siguiente y lo clavaba y aprobaba el examen y él se equivocaba en alguna tontería y lo suspendía, y aún así, se alegraba infinito por mí. Así era él. Generoso. Uno de los hombres más generosos que he conocido.

Y entonces viene un tumor cerebral y en seis meses se lo lleva.

Pero tuve la suerte de compartir media vida con él.

Y unos cuántos lunes en que me iba a verlo al hospital, lo abrazaba, nos emocionábamos con las anécdotas de hacía mil años y compartíamos unas risas.

Y cuando parecía que iba entendiendo que la vida se nos puede ir en cualquier momento, entonces se va él, para volvérmelo a recordar. Que la vida, tal y como la conocemos, se nos puede acabar en cualquier momento. Y a mí me duele infinito abrir la página del instituto y verte allí, con tu sonrisa infinita y saber que mañana, cuando vuelva, tú no estarás.

Y me parece una broma del destino, que Lino ya no esté, físicamente. Y me duele horrores, cuando alguien se asoma a la puerta roja y pregunta por los informáticos, el Garito del Lino, porque es donde te escondías a resolver las incidencias de todo el mundo (incluso los ordenadores que los hijos de los profes se traían de su casa para que tú les mirases porque no sé qué virus le ha entrado y no sabían qué hacer). Y me duele horrores, estar en la sala de profes, trabajando y que tú no aparezcas en algún momento, con tu sonrisa, diciéndome alguna tontería «qué noia, qué fas avui?». Y me duele horrores, saber que ya nadie me enviará fotos de las «marietas» que va encontrando en el camino. Y que la vida es una mierda, porque no hay tanta gente especial como tú, y tú te nos has ido. Y no puedo soñar contigo. Como si no soñándote hiciera que vayas a regresar algún día. Tú, tu café en mano, tu risa, tú «dona-li una volta» (que hay alumnos que se han tatuado), tus idas de olla, tus mensajes encriptados, tú caos permanente, tus cables, tu sonrisa… Y yo aún recuerdo aquel niño en la facultad de Ciencias, paseando de la mano de una pelirroja impresionante que nunca te la quiso soltar, y sonriendo al mundo, como una manera de relacionarse con él. Tú, que nunca te quejas de nadie, que nunca criticas a nadie y que estás dispuesto para todo el mundo. Y me da un vuelco el corazón saber que hace más de 30 años que te conozco, que no es poco. Y me da tanta rabia no haberte dicho más veces cuánto te quería, cuánto te admiraba y cuánta vida me dabas. Te echo de menos. Te voy a echar de menos toda la vida. Lo sé.

Chicos, nos vemos al otro lado.

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